El destino de Japón se ha jugado a cara o cruz en varias ocasiones a lo largo de su historia, y las guerras Genpei son una de ellas. A finales del s. XII, dos clanes samurái, los Taira y los Minamoto, se disputaron el control del país en una larga y cruenta guerra civil que tuvo en vilo al imperio entero. Pero no todo fueron batallitas y hazañas bélicas, también hubo lugar para pasajes un poco menos épicos. Por ejemplo, el que vamos a contar hoy no es precisamente heróico, y además tiene un mensaje antimilitarista. Es la crónica de uno de los duelos más famosos de la historia japonesa, glosado hasta la saciedad en poemas y cantares de gesta, que tuvo un desenlace algo distinto del habitual.
Pongámonos en situación. Taira y Minamoto eran, sin duda, los clanes samuráis más grandes y poderosos que Japón había conocido. Tras siglos de rivalidades y conflictos de diversa escala, parecía llegado el momento del duelo final. El imperio no era lo bastante grande para los dos, y las guerras Genpei iban a servir para zanjar el asunto de una vez por todas. El conflicto acabaría en 1185 con la victoria final de los Minamoto y el surgimiento del primer shogunato de la historia de Japón, el que Minamoto Yoritomo instauraría en Kamakura. A partir de entonces, los samuráis pasarían a ser la casta dominante y a gobernar los designios del país durante los siguientes 700 años, relegando a un segundo plano al emperador y su corte.

Pero para llegar a esa victoria definitiva iban a hacer falta unos cuantos años de batallas. Una de las más famosas fue la de Ichinotani, donde tuvo lugar el duelo que hoy nos ocupa. Corría el año 1184, el punto álgido de la contienda. Con el ejército Taira a la defensiva, los Minamoto, bajo el mando del joven general Yoshitsune, habían tomado la iniciativa. La fortaleza de Ichinotani era uno de los últimos bastiones Taira, prácticamente inexpugnable. Situada al pie de unos escarpados acantilados y con el mar protegiendo su único flanco abierto, no había resquicio por el que atacarla. Para tomarla, Yoshitsune hubo de lanzar a sus tropas ladera abajo en una desesperada carga de caballería, por barrancos de paredes casi verticales. Una locura, pero la jugada le salió bien y consiguió sorprender al enemigo atacando justo en el punto donde jamás lo hubiesen esperado. Nadie en su sano juicio se habría atrevido a bajar por allí, y menos aún a galope tendido y con armaduras e impedimentas al completo. Nadie, salvo Yoshitsune.
La carga de Ichinotani es uno de los capítulos más famosos de la historia medieval japonesa, y quien quiera saber más puede escucharse el estupendo resumen (en clave dramática) de la batalla que los amigos de La Biblioteca Perdida le han dedicado en su programa de radio. La parte de Ichinotani en concreto empieza en el minuto 0:52:18, aunque quien decida oírse el programa entero tampoco se va a arrepentir.
Pero el pasaje más recordado de esta batalla tuvo lugar en las postrimerías de la misma, cuando los maltrechos restos de las huestes Taira se batían ya en retirada. Desarbolados por el ataque en tromba de los Minamoto, cientos de guerreros cubiertos de sangre y barro se amontonaban atropelladamente en la orilla de la playa, tratando en vano de abordar algún bote en el que poder ponerse a salvo. No había barcos suficientes para evacuarlos a todos, y la mayor parte del ejército Taira se quedó en la orilla, extenuado y derrotado, a merced de los Minamoto.
Los aguerridos Minamoto, como una manada de lobos hambrientos, se lanzaban sobre ellos ávidos de conseguir cabezas ilustres con las que cubrirse de gloria. Uno de estros soldados en pos de su ración extra de fama era Kumagai Naozane, un rústico samurái de cuna no demasiado ilustre, venido de la lejana provincia de Mushashi. Kumagai veía en esta guerra su oportunidad de hacer su nombre conocido en todo el imperio. En aquellos tiempos, cobrarse la cabeza de un comandante enemigo la vía más rápida que tenía un guerrero para lograr reconocimiento, ascensos y honores. Y Kumagai era hombre de grandes ambiciones.

A lo lejos, porfiando contra las olas, divisó a un samurái enemigo ataviado con una espléndida armadura, ricamente ornamentada. Cuanto menos debía de tratarse de un general; una buena pieza que llevarse a la boca. Justo lo que Kumagai estaba buscando.
Antes de que otro se le adelantara, corrió en pos de su presa, desenvainó su enorme sable y le lanzó un desafío a voz en grito. Ante tal provocación, el guerrero Taira no pudo sino responder al reto. Abandonando la huida, se encaró a Kumagai sin molestarse siquiera en anunciar su nombre ni su linaje, como dictaba la etiqueta de la época. A la vista de todos, ambos se enzarzaron en un duelo sigular en las arenas de la playa de Ichinotani.
El Taira de la fastuosa armadura no era rival para el feroz Kumagai, soldado viejo curtido en mil batallas. Le bastaron unos cuantos envites para doblegarlo. Pero, con el enemigo vencido a sus pies, justo cuando se disponía a asestar el golpe de gracia, Kumagai detuvo su espada petrificado al ver el rostro que se escondía bajo aquel yelmo enjoyado. El supuesto comandante Taira no era más que un niño de apenas 15 años, de rasgos tan finos y delicados que podrían confundirse con los de una mujer. Sus dientes, teñidos de negro según la moda cortesana de Kyoto, revelaban su linaje aristocrático.
Por primera vez en su vida, Kumagai vaciló. Aquella situación era absurda. No había ido a la guerra para manchar su acero con la sangre de muchachos imberbes. Él mismo tenía un hijo de la misma edad, que en esos momentos debía de estar también persiguiendo soldados Taira por algún rincón de aquella playa. Ante las dudas de su agresor, el joven vencido le exhortó a terminar lo que había empezado. Desde el suelo, le espetó con voz altiva:
“¿A qué estás esperando? ¡Acaba ya con lo que debas hacer!”

Los cientos de guerreros que combatían en la playa tenían sus ojos clavados en Kumagai. Llegados a tal punto, no había otra forma de resolver el lance. Desvió la mirada y, haciendo acopio de fuerzas, descargó el golpe fatal. Aquella cabeza que acababa de cobrarse era la victoria más amarga de su vida.
Terminado el combate, cuentan que el bravo Kumagai lloró desconsoladamente. Tal vez abrumado por el remordimiento, o acaso asqueado ante la absurda brutalidad de la guerra. Algunos incluso insinúan que, en realidad, se había quedado prendado por la belleza angelical de aquel joven, al que las circunstancias le habían obligado a decapitar. Hay muchas leyendas en torno a este infausto duelo, y probablemente nunca sabremos las verdaderas razones de Kumagai. Lo único cierto es que, después de aquello, decidió dejar la espada y renunciar al mundo. Renegó de su estatus de samurái, se rapó la cabeza y entró en un convento budista para ordenarse monje. Allí pasaría el resto de sus días, recitando los sutras en penitencia, ajeno a batallas y honores mundanos.
Como después sabría, la identidad del muchacho cuya vida había segado era la del joven príncipe Taira Atsumori, y desde entonces ese nombre quedaría para siempre ligado al del propio Kumagai. Cantares de gesta como el famoso Heike Monogatari imortalizarían este trágico episodio elevándolo a la categoría de mito, y desde entonces ha sido motivo recurrente para generaciones enteras de artistas y poetas japoneses a lo largo de los siglos. Ahora bien, estrictamente hablando, hay que coger con pinzas esta historia. Igual que no podemos tomarnos el Cantar del Mío Cid al pie de la letra para entender la España de la Reconquista, el Heike Monogatari tampoco es lo que se dice una fuente historiográfica fiable. Pero, bien mirado, de un modo u otro Kumagai finalmente se había salido con la suya. Había logrado inscribir su nombre en los anales de la Historia. Aunque, seguramente, no como él hubiera imaginado al salir de su Musashi natal: Kumagai Naozane, el primer samurái que renunciaba a la guerra por problemas de conciencia.
Fuentes e imágenes:
- Anónimo, trad. de Tani, R. y Rubio, C. (2005); Heike Monogatari (El cantar de Heike); Ed. Gredos
- Turnbull, S.; (1996); The Samurai: A Military History; Routledge
Sea como fuere, Kumagai pasó a formar parte de la historia, que ya es más de lo que podremos decir muchos. Es una lástima que haya sido por estas razones tan macabras pero, tal y como reza el refrán: «Ten cuidado con lo que deseas, no sea que se haga realidad»…
Gracias por el estupendo artículo! Aunque he de confesar que, tras leerlo, me ha quedado una duda: al comienzo se menciona el marcado carácter antimilitarista de la historia. Ese carácter ¿se debe al prisma bajo el cual se valora la obra actualmente o ya desde su concepción fue tratada como tal? No sería el primer caso de una obra al que el paso del tiempo acaba despojando de su sentido original, incluso convirtiéndose en adalid de los valores opuestos a los que quería transmitir…
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Buena pregunta. Yo no diría que el Heike Monogatari es una obra antimilitarista, precisamente. Es un cantar de gesta y, como tal, está lleno de hazañas bélicas y héroes que masacran enemigos a millares. Pero sí que tiene cierto subtexto de «cuidado con hacer la guerra, que no trae nada bueno». A fin de cuentas, se dice que fueron monjes budistas los que le dieron su forma definitiva, y esa influencia se notar a lo largo de todo el texto. La impermanencia de todas las cosas y el cómo hasta los más poderosos acaban mordiendo el polvo a su debido tiempo es un tema central de la obra. Ese Kumagai que acaba encontrando la horma de su zapato en la playa de Ichinotani no es sino otra variación de esa misma idea. Verlo como algo antimilitarista puede ser un tic de lector del s. XXI, evidentemente. Pero tampoco hay que olvidar que, según la historia que se nos cuenta, Kumagai renuncia a la guerra y a su estatus de samurái tras verse forzado a matar a un niño (del que para más inri se habría quedado prendado). Son hechos que están ahí, negro sobre blanco. Cómo los interpretemos, ya es harina de otro costal. Pero vaya por delante que los japoneses de la época (y de siglos posteriores) han interpretado ese pasaje en una clave parecida: un ejemplo deplorable de la estupidez de la guerra.
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Gracias por responder de una manera tan concisa y amena. Con semejante explicación, has aclarado mis dudas con precisión quirúrgica! Un saludo, y suerte con el blog!
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¡A mandar! ¡Gracias a ti por leernos! ;)
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