Okehazama: guerra relámpago en el Japón feudal

Gaugamela, Lepanto, Waterloo, Stalingrado… La historia de la humanidad está llena de batallas que marcan un punto de inflexión, un antes y un después sin el cual no se entendería el mundo que vino después.  La  de Okehazama es una de ellas. Uno de esos momentos en los que, aun sin que sus propios protagonistas puedan saberlo, se decide el destino de millones de personas para los siglos venideros.

El choque que enfrentó a las legiones del poderoso clan Imagawa con el pequeño ejército de los Oda en los valles de la provincia de Owari, cerca de la actual Nagoya, iba a trazar un rumbo nuevo en el devenir de Japón. Tras Okehazama, se abriría por fin el camino a la unificación nacional, después de casi un siglo de desórdenes y continuas guerras civiles. Aquel día de junio de 1560 iba a ser el principio del fin de la sangrienta era Sengoku.

Con los primeros calores del verano, Imagawa Yoshimoto, el poderoso señor de Suruga, decidió que había llegado su momento. Era hora de movilizar sus mesnadas y plantar sus estandartes en Kyoto, para poner así fin al caos de las guerras civiles y convertirse en dueño y señor de Japón. Su clan, de rancio y aristocrático abolengo, tenía influencia en la corte, era de los más ricos del país  y, lo que es más importante, gozaba de un poderío militar y político incontestables. De proponérselo, Yoshimoto podría aspirar incluso al título de shogun.

imagawa yoshimoto
Estatua de Imagawa Yoshimoto, en el típico estilo realista de las tallas budistas

En su camino hacia la capital sólo había un obstáculo: la modesta provincia de Owari, patria del clan Oda, unos molestos vecinos con los que los Imagawa  llevaban cerca de un siglo guerreando. Mas, al frente de una fuerza de cerca de 25.000 hombres, Yoshimoto sabía que el modesto ejército de los Oda no sería rival. Si bien Yoshimoto estaba en una posición envidiable para dar un golpe de mano, algunos historiadores dudan de que su verdadera intención fuera marchar sobre Kyoto.  Es posible que esta movilización fuera solo una expedición de castigo para afianzar su posición de hegemonía en la zona y asegurar las fronteras. O tal vez su punto de mira vista realmente estuviera fijado en la capital. En todo caso, la amenaza para la pequeña Owari era indudable.

En cuestión de días, las fronteras de Owari habían caído. Las huestes de Yoshimoto tenían el camino libre para atacar el castillo de Kiyosu, la capital. Allí, el joven señor de los Oda, Nobunaga, veía cómo ni sus propios vasallos confían en que sepa manejar la situación. Desesperados, algunos le instaban a capitular y rogar por su vida al gran Yoshimoto; otros abogaban por resistir tras los muros del castillo con la vana esperanza de que los Imagawa se quedaran cortos de provisiones y optaran por retirarse. Hubo incluso quien imploró a su señor que rindiera la provincia y marchase al exilio. Los rumores elevaban el número de tropas invasoras hasta los 40.000 efectivos, una fuerza  de todo punto imposible de contener con los menos de 3.000 soldados que quedaban en todo Owari. A sus 26 años, Nobunaga tomó la decisión de su vida. Una determinación que cambiaría el curso de la Historia para siempre. Iba a plantar cara a los ejércitos de Yoshimoto en campo abierto. No se rendiría sin luchar.

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De Oda Nobunaga podrían decirse muchas cosas, pero no cabe duda de que era un tipo con agallas

Hay quien dice que la decisión de Nobunaga fue un simple acto de desesperación; para un samurái, nada más honorable que morir luchando, aun cuando la victoria es imposible y todo está perdido. Pero Nobunaga no era hombre que gustase de luchar batallas perdidas de antemano, como los héroes de antaño. Sabía que, por pequeña que fuese, tenía una oportunidad de vencer, de salvar su provincia, y esa oportunidad no estaba tras los muros de Kiyosu. Había que salir a buscarla.

La mañana del 19 de junio Nobunaga salió al encuentro de las mesnadas de Yoshimoto con unos 2.500 hombres, todo lo que quedaba del diezmado ejército de los Oda. Su intención distaba mucho de buscar la típica y caballeresca muerte heróica, aunque sus propios comandantes no acabaran de tenerlas todas consigo. El joven caudillo de los Oda se había ganado entre los suyos cierta fama de idiota e incompetente, merced a su comportamiento excéntrico y sus caprichos extravagantes. Todos se preguntaban si aquella orden de ataque, a todas luces suicida, no sería más que el enésimo disparate del atontado de su señor.

Pero, en contra de la opinión general, Nobunaga no era ningún imbécil. Sabía que, si hostigaba a la retaguardia de los Imagawa y amenazaba su línea de suministros con pequeños ataques sorpresa y rápidas retiradas, cundiría el desconcierto. El talón de Aquiles de una hueste tan grande está en la logística: si el ejército invasor no tenía segura la retaguardia, tendría que desistir en su avance hacia Kyoto y volver a sus dominios en Suruga. El campo de batalla era su provincia natal, por lo que Nobunaga conocía bien el terreno y, aplicando tácticas de guerrilla, esperaba frenar a las legiones de Yoshimoto. Mas pronto se dio cuenta de que algo mucho más grande estaba al alcance de su mano.

Seguros de la victoria, el estado mayor de los Imagawa había acampado tranquilamente en el valle de Okehazama, con la capital de los Oda a tiro de piedra. ¿Qué podían temer? Los 2.500 desarrapados de Nobunaga no eran rival para sus legiones. No había duda de que, a la mañana siguiente, sus estandartes ondearían en las murallas de Kiyosu. Tal era el clima de relajación que Yoshimoto se había quitado hasta la armadura, quejándose del calor, y la soldadesca festejaba alegremente la inminente victoria.

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Confiado en su victoria, Yoshimoto se había quitado la armadura

Al recibir el informe de sus exploradores, Nobunaga supo que tenía ante sí la oportunidad de su vida. Inmediatamente, puso a su ejército en marcha hacia una de las colinas que bordean Okehazama. Allí plantó sus estandartes y dejó una pequeña guarnición, a modo de señuelo. Entonces, los mismos dioses en los que él nunca creyó sonrieron a Nobunaga. Un relámpago partió el cielo en dos y una lluvia torrencial empezó a abatirse furiosa sobre la tierra de Owari. Protegidos por la tupida cortina de agua, bajo una atroz tormenta eléctrica, el grueso de sus tropas se movió con rapidez y sigilo a través del barro, por detrás de las colinas, para caer por sorpresa sobre el desprevenido corazón de las fuerzas de Imagawa Yoshimoto.

Tan súbito fue el ataque que, al oír los primeros gritos, los generales del clan Imagawa creyeron que se trataba de una trifulca entre sus propios hombres. Para cuando se dieron cuenta de su error, ya era demasiado tarde. Quince minutos después de la primera carga, la aristocrática cabeza de Yoshimoto estaba a los pies del joven Nobunaga, sus fabulosas huestes se batían en retirada y el poder y prestigio de su linaje se derrumbaban para siempre. Nobunaga había dado el primer paso de su fulgurante carrera militar; veinte años después, Japón entero se arrodillaría ante aquel joven general. Sería él, y no Yoshimoto, quien acabara unificando el país bajo su égida. Okehazama supuso el principio del fin del viejo orden medieval; una nueva era estaba a punto de comenzar en la tierra del Sol Naciente.

Fuentes e imágenes:
  • Bryant, A.J.; (1989); The Samurai; Osprey Elite Series
  • Kure, M.; (2002); Samurai: An Illustrated History; Tuttle Publishing

7 comentarios sobre “Okehazama: guerra relámpago en el Japón feudal

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