Un Buda gigante forjado con el hierro de miles de katanas

Poca gente sabe que, en el corazón mismo de Kyoto, entre los enclaves más famosos de la vieja capital, hay un templo maldito. Aunque antaño fue bastante importante, hoy en día las guías de viajes apenas lo mencionan. Su centenaria (y accidentada) historia está íntimamente ligada al aciago destino del clan Toyotomi. El gran unificador de Japón, el mismísimo Toyotomi Hideyoshi, levantó dicho templo para que albergara una gran estatua de Buda. Una escultura colosal, la más grande nunca vista en el país del Sol Naciente, que tenía además una característica muy particular. Su cuerpo estaba en parte forjado a partir del acero de miles de katanas, confiscadas a sus dueños durante los años más crudos de la era de las guerras civiles.

Hablamos del templo de Hokoji, adscrito a la rama Tendai del budismo japonés, que aún hoy puede visitarse en mitad del barrio de Higashiyama, en Kyoto, una de las zonas turísticas más concurridas de la ciudad. Pero el lugar hace tiempo que perdió su antiguo esplendor. Tampoco queda rastro del gran Buda, esa imagen monumental que debía simbolizar el poder de los Toyotomi en el recién unificado imperio. Y es que, desde su misma construcción, sobre ese pobre templo se han abatido un sinnúmero de desgracias. Desde incendios hasta terremotos, pasando por caídas de rayos, la vida del edificio y el Buda que habitaba tras sus muros ha sido bastante complicada. Casi se diría que sobre ellos pesara algún tipo de maldición. Una maleficio que, en pocos años, iba a acabar arrastrando al propio clan Toyotomi, los protectores de Hokoji, a su ocaso final.

Katanagari: la caza de espadas

Estamos en 1586, y Toyotomi Hideyoshi acaba de obtener permiso del emperador para levantar una gran estatua de Buda en Kyoto, la capital del país. Hideyoshi es el nuevo y flamante señor de Japón, el triunfador de ese gran juego de tronos de la era Sengoku, que se lleva prolongando desde hace más de un siglo. Todo parece indicar que él es el elegido para unificar el imperio y acabar al fin con las guerras civiles que arrasan el país. Pero aún quedan combates por librar antes de lograr la paz definitiva, y Hideyoshi sabe que, para llegar a ese objetivo, va a hacer falta algo más que masacrar enemigos en el campo de batalla.

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Los edictos de Hideyoshi prohibieron tajantemente al pueblo llano la tenencia de armas

Será necesario transformar la propia sociedad, acabar de una vez por todas con el sistema feudal y dejar atrás los usos medievales definitivamente. Y uno de los medios para lograrlo va a ser un control férreo sobre la tenencia de armas. Hideyoshi va a desarmar al pueblo y dejar el monopolio de la violencia en manos de los samurái, la clase dominante de la época. A partir de 1588, solo los samuráis tendrán derecho a portar (y utilizar) armas de cualquier tipo. Y, para asegurase de que todos cumplen con esta ley, Hideyoshi va a confiscar todas las armas en posesión del campesinado y las clases plebeyas. Una caza de espadas en toda regla.

Y no solo espadas. Lanzas, arcos, dagas, alabardas, arcabuces… Los inspectores de Hideyoshi peinaron las aldeas y granjas de todo el país, a conciencia, sin dejar pasar un solo villorrio. Hay registros de que, en un solo condado de la provincia de Kaga, las autoridades incautaron un total de 1,073 katanas, 1,540 espadas cortas, 700 dagas, 160 lanzas y 500 armaduras. En realidad, los intentos de despojar al pueblo llano del acceso a las armas no eran nada nuevo. Ya había habido antes otros episodios de katanagari, «cazas de espadas», muchas de ellas en la propia era Sengoku. A medida que la unificación de Japón avanzaba y la situación interna se iba tranquilizando, convenía alejar a los campesinos de las armas. A los samuráis les interesaba conservar en exclusiva el monopolio sobre los asuntos bélicos.

Pero la caza de espadas de Hideyoshi va a ser de una escala muy superior a ninguna de las anteriores. Y también sería la definitiva. Los campesinos y demás clases plebeyas, el grueso de la población del país, quedaron completamente desarmados y virtualmente indefensos. Y así seguirían durante los siguientes tres siglos. Hasta entonces, en Japón siempre había existido cierta movilidad social. No era imposible que un campesino se agenciara un arma y se uniera al ejército de tal o cual señor, y a la larga acabara ganándose el rango de samurái. También había muchos samuráis que ejercían solo a tiempo parcial; cuando no era tiempo de campaña, cambiaban la espada por el azadón y se dedicaban a labrar los campos. Pero, a partir de ese decreto de caza de espadas de 1588, nada de esto va a ser posible. Los samuráis se dedicarán exclusivamente a hacer la guerra y la plebe a cultivar la tierra. Desde entonces y durante los siguientes 300 años, la sociedad japonesa iba a estar estrictamente divida en estamentos: campesinos, artesanos, comerciantes y, por encima de todos ellos, la nobleza guerrera, los samuráis.

La obra faraónica de Hideyoshi

Y Hideyoshi va a utilizar el hierro de esos miles de espadas que ha confiscado para erigir un monumento a su propia grandeza. Acababa de convertirse en el amo de Japón, y lo pensaba celebrar por todo lo alto. La idea era levantar en Kyoto una estatua de Buda capaz de rivalizar con los famosos Budas de Kamakura (13 m de altura) y Nara (15 m de altura). La capital merecía tener una estatua aún más grande e imponente, y Hideyoshi se la iba a dar. Sería su particular regalo para la ciudad. El edicto de caza de espadas especificaba que todas las armas confiscadas se utilizarían para fundirlas y forjar clavos y abrazaderas, que después se emplearían en la construcción de una gigantesca escultura de Buda, lo cual acarrearía a los “donantes” del material méritos kármicos en esta vida y las siguientes.

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Toyotomi Hideyoshi completó la unificación del país iniciada por Oda Nobunaga, pero tampoco viviría mucho para disfrutar de su obra

Para rizar el rizo, se proponía completar esta obra faraónica en menos tiempo que sus antecesores. Si levantar el gran Buda del Todaiji de Nara, en el siglo VIII, le llevó más de una década al emperador Shomu, Toyotomi Hideyoshi planeaba tener su gran Buda listo en menos de tres años. Y, como era habitual en los proyectos comandados Hideyoshi, no hubo retraso en la fecha de entrega. Una vez más, el viejo zorro demostró con creces su talento para la logística.

El complejo entero, Buda incluido, estuvo listo en 1595. Sus dimensiones eran verdaderamente colosales. El pabellón que albergaba la estatua medía 48 m, probablemente la estructura de madera más grande del mundo en aquel momento. Desde luego, el flamante Hokoji dejaba pequeño al Todaiji de Nara y a cualquier otro templo de Japón. La estatua de Buda era obra de los artesanos más afamados de Kyoto, los tallistas del Shichijo Bussho, el estudio de tallas budistas de la Séptima Avenida. Estaba hecha de madera y lacada de oro. Para mantener todo el armazón bien sujeto, su gargantuesco corpachón estaba tachonado de clavos y abrazaderas, forjados con el hierro de esos miles de armas confiscadas durante la katanagari.

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El gran Buda de Kyoto no iba a tener una vida muy larga

Hideyoshi eligió Hokoji para albergar también su propio mausoleo, en un santuario adjunto al templo, y el lugar quedó para la posteridad como el símbolo oficial del clan Toyotomi. Durante la era Tokugawa, Hokoji se vio progresivamente reducido en dimensiones y eminencia, si bien el shogunato siempre se preocupó de mantenerlo en pie. Cada vez que un incendio o un terremoto lo echaban abajo, los shogunes pusieron dinero para reconstruirlo. Así ha logrado sobrevivir hasta nuestros días, aun como una mera sombra de su antiguo esplendor. El gran Buda de Kyoto, en cambio, no tendría tanta suerte. Estaba destinado a tener una corta vida.

El templo maldito de los Toyotomi

Las gentes decían que Hokoji y su Buda gigante estaban malditos, acaso por el material tan particular que se había empleado en su construcción. Por las venas de aquel coloso corrían el hierro, la sangre y el fuego de las mil batallas de la era Sengoku. Si la intención de Hideyoshi era exorcizar los demonios de la guerra con el poder de Buda, la cosa no salió exactamente según el plan. Muy al contrario, se diría que la sangre y el odio impregnados en aquellas espadas había acabado corrompiendo al propio Buda. Hokoji era, en definitiva, un lugar de mal agüero.

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Según los grabados de la época, Hokoji y su gran Buda tenían más o menos este aspecto; la estatua era tan enorme que se veía desde fuera del edificio

Y basta un vistazo a su largo historial de accidentes y desgracias varias para comprobarlo. Ya en 1596, con el templo recién construído, un terremoto destruyó la imagen de Buda y el pabellón principal. En 1602, un incendio arrasó el resto del complejo. En 1662, otro terremoto vuelve a echar el templo entero abajo. Un incendio posterior acaba con el Buda, que había sido restaurado, y funde los clavos que sujetan su armazón. Es el final del gran Buda de Hideyoshi, que será sustituido por una escultura de bronce.

En 1775, le cae un rayo encima provocando incendios que dañan toda la estructura. En 1798 otro rayo remata la faena y el incendio subsiguiente asola Hokoji por completo. Sería el golpe de gracia definitivo: a pesar de los esfuerzos por salvar el edificio y al Buda, con una cadena humana de 10,000 personas acarreando cubos de agua, el fuego acaba consumiendo Hokoji hasta los cimientos. El templo sería reconstruido una vez más, pero su gran Buda ya no.

Es cierto que Japón es un lugar proclive a los desastres naturales, y que los incendios urbanos era cosa habitual en la época. También hay que decir que buena parte de estos desastres se produjeron años, incluso siglos, después de la caída del clan Toyotomi. Pero es interesante comprobar cómo este enclave, que debía servir para mostar al mundo el esplendor del gran Hideyoshi, no les trajo sino mal fario a él y a los suyos. Porque el templo de Hokoji iba a jugar, de manera un poco absurda, un papel central en la derrota final de los Toyotomi frente a los Tokugawa.

La campana de la discordia

Tras la muerte de Hideyoshi, los Tokugawa le arrebataron el poder a sus herederos en la batalla de Sekigahara, en 1600. Pero, a pesar de su victoria, Tokugawa Ieyasu no había podido acabar por completo con los Toyotomi y sus seguidores. Aún quedaba pendiente el duelo final por el control definitivo de Japón. Solo hacía falta una excusa para que ambos ejércitos volvieran a ponerse en pie de guerra. Y esa excusa, ese detonante para la última batalla, iba a ser, precisamente, un suceso aparentemente sin importancia acaecido en el templo de Hokoji.

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Desde 1603, Tokugawa Ieyasu gobernaba de facto Japón desde el puesto de shogun

En 1610, Toyotomi Hideyori, hijo y heredero del gran Hideyoshi, decide reconstruir Hokoji tras el incendio de unos años atrás. Siguiendo los planos originales usados por su padre, levanta el templo de nuevo y vuelve a restaurar el Buda gigante. Las obras terminan entre 1612 y 1614 y, para celebrar la efeméride, Hideyori encarga forjar una gran campana de bronce que corone el nuevo recinto. Pero entonces surgen ciertos problemas burocráticos con las autoridades.

Recordemos que, oficialmente, Toyotomi Hideyori es el heredero del taiko Hideyoshi, el hombre a quien por derecho corresponde gobernar Japón cuando alcance la mayoría de edad. Pero, tras la derrota de los suyos en Sekigahara, Tokugawa Ieyasu se ha hecho con el poder de facto y, nombrándose a sí mismo shogun, él es quien manda de verdad en el país. Igual que en el cielo no puede haber dos soles, en el imperio no puede haber dos señores. El astuto Ieyasu lo sabe de sobra, y en los últimos diez años ha estado esperando pacientemente el momento propicio para acabar de una vez por todas con Hideyori y sus partidarios. La reconstrucción de Hokoji le va a brindar la oportunidad perfecta para ello.

La historia de este casus belli es bastante rebuscada. Resulta que esa gran campana que adorna el recién restaurado Hokoji contenía un mensaje subversivo oculto entre los sutras que, como es habitual en las campanas de los templos budistas, recubren toda su superficie. Lo que había grabado en la pared de la campana era algo más que las típicas oraciones y salmodias.  Según los Tokugawa, había un criptograma con una maldición contra el mismísimo Tokugawa Ieyasu. Se trataba de una afrenta en toda regla contra la autoridad del shogun. Un desafío que no se podía pasar por alto.

Mirada en detalle, esta supuesta maldición está bastante cogida por los pelos.  El nombre de Ieyasu se compone de dos caracteres kanji家 y 康, que además de para escribir su nombre también pueden usarse en otras palabras. Pues bien, resulta que los caracteres 家 y 康 que componen el nombre de Ieyasu aparecen en la famosa campana, efectivamente, pero separados por otro kanji por en medio. Lo cual podría sugerir, metafóricamente, que al propio Ieyasu lo querían partir en dos.  También aparece por allí el apellido Toyotomi empleado en términos muy laudatorios. Por tanto, juntando unas cosas con otras, el criptograma podría interpretarse como un voto de los Toyotomi ante los dioses para acabar con Ieyasu y hacerse con el control del país.

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He aquí la dichosa campana con las inscripciones que tan mal le sentaron a Tokugawa Ieyasu

Una interpretación torticera cuanto menos, pero a los Tokugawa les bastó y les sobró para hacerse los ofendidos y poner a sus mesnadas en pie de guerra. Sabiendo lo sutiles que podían ser los japoneses de la época a la hora de deslizar mensajes subversivos, quién sabe, es posible que la inscripción sí que fuese un dardo lanzado con toda la intención contra la casa Tokugawa. Pero pocos podían imaginar que la cosa se acabase saliendo de madre de aquella manera. En esta especie de polémica twittera del Japón feudal, las redes sociales de la época ardieron y de qué manera. Se sucedieron las acusaciones entre Osaka (sede de los Toyotomi) y Edo (foco de poder del shogunato Tokugawa). Y, como cabía esperar, las tensiones fueron creciendo hasta desembocar en la inevitable confrontación.  Volvería a haber guerra en Japón. Los ejércitos se verían las caras de nuevo en los sitios del castillo de Osaka. Y el resto, como sabemos, es historia.

Hokoji, el templo que debía simbolizar la gloria de los Toyotomi por los siglos de los siglos, acabó siendo la tumba definitiva del clan. Todo por un chascarrillo mal pensado y una campana cuyo tañido trajo de todo menos paz y serenidad. Hoy en día la famosa inscripción sigue ahí, y todo el que se acerque al templo puede verla y juzgar por sí mismo si la cosa era o no para tanto. No puede decirse lo mismo del gran Buda que una vez se alzó imponente tras esos mismos muros. Al igual que los propios Toyotomi, su destino era desaparecer de las páginas de la Historia de manera prematura.

Fuentes e imágenes

  • AA.VV. (1991); The Cambridge History of Japan, Vol. 4; Cambridge University Press
  • Craig, A. M. (2011); The Heritage of Japanese Civilization; Prentice Hall
  • Ponsonby-Fane, R. A. B. (1956); Kyoto: The Old Capital of Japan, 794–1869; The Ponsonby Memorial Society
  • www.samurai-archives.com

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