Las espadas malditas de Muramasa

Si el otro día presentábamos a la Heshikiri en sociedad, hoy vamos a seguir hablando de katanas famosas. Y pocas más célebres que las forjadas por Muramasa, otro de los inmortales maestros herreros del país del Sol Naciente. Afiladas y mortíferas como ellas solas, las creaciones de Muramasa arrastran cierta fama de malditas. En Japón siempre se ha creído que las espadas tienen alma y, si eso es cierto, las de Muramasa deben de tenerla tirando a oscura. Según se decía, su acero estaba siempre sediento de sangre. En especial, de sangre Tokugawa. La dinastía de shogunes más poderosos de la historia de Japón siempre temió el sinuoso y acerado filo de las Muramasa, herreruzas de mal agüero que, decían, atraían la desgracia sobre su familia. Subámonos a nuestra particular nave negra del misterio y veamos qué hay de verdad tras esta macabra leyenda.

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Típica katana de Muramasa, donde se pueden apreciar las características definitorias de su estilo: hoja ancha y recia y un sinuoso patrón de ondulaciones en el filo

Con nave o sin ella, Muramasa fue un tipo envuelto en el misterio. No sabemos a ciencia cierta cuándo nació ni en qué época desarrolló sus actividades, pero podemos conjeturar que debió vivir en algún momento del período Muromachi, posiblemente en los comienzos de la era de las guerras civiles. La primera espada suya de la que se tiene constancia aparece en las crónicas hacia el año 1500. Hay quien dice que fue discípulo del legendario Masamune pero, a menos que Masamune viviera 300 años, lo vemos un poco difícil. En todo caso, su talento es desde luego comparable al del gran maestro; a lo largo de los siglos, los aficionados a las katanas han discutido acaloradamente si las obras de este superan o no a las de aquel. Muramasa y Masamune son, indiscutiblemente, los dos grandes maestros espaderos de la historia de Japón. El Goya y el Velázquez de las katanas.

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Firma de Muramasa

¿Quién era más genial de los dos? Imposible decirlo, porque sus obras tienen estilos tan reconocibles como diferentes. Se dice que Muramasa era un tipo sombrío, atormentado y con un temperamento que rayaba la locura. Había algo demoníaco en él, como si hubiera hecho un pacto con el mismo diablo. Solo así se explicaba que hubiera alcanzado tales cotas de maestría en el arte de la forja. Ese carácter rayano en lo maligno se lo trasladaba a sus espadas, que eran instrumentos de muerte y destrucción sin igual. Cierta anécdota cuenta cómo, para comprobar la calidad de una hoja de Muramasa, la clavaron en el lecho de un río con el filo de cara a la corriente. Las hojas que venían flotando aguas abajo se partían en dos al dar con el acero de la Muramasa, y hasta los peces que tenían la mala suerte de rozarlo levemente acababan hechos rodajas. Al hacer lo mismo con una de Masamune, en cambio, no cortó nada de nada, porque las propias hojas evitaban encontrarse con su filo.

Obviamente, no es más que una bonita historia, sin rigor histórico alguno, pero sirve para ilustrar el carácter tan diferente de las obras de uno y otro maestro. O, al menos, la distinta percepción que los japoneses de la era de los samuráis tenían de ellas. Leyendas aparte, no sabemos a qué dioses o demonios invocaría Muramasa cuando estaba dándole al martillo, pero lo cierto es que sus creaciones eran sublimes. Quien quiera regalarse los ojos con ellas puede hacerlo en este enlace, donde hay un buen muestrario de katanas forjadas por él y sus discípulos. Como decía aquel, más acero que en toda Vizcaya.

Líos de familia

Pero lo que de verdad les ha dado a las katanas de Muramasa su fama de siniestras es su tormentosa relación con la casa Tokugawa. Hay quien las llama, con cierta mala baba, matadoras de shogunes. El mismísimo Ieyasu, primer shogun de la dinastía, aseguraba que esas espadas se la tenían jurada a él y a su familia. Según él no solo estaban malditas, sino que tenían una insaciable sed de sangre Tokugawa. Viendo los hechos con calma, algo de razón no le faltaba.

Una Muramasa había matado a su abuelo, una Muramasa había estado en un tris de matar a su padre y, de jovencito, él mismo había estado a punto de rebanarse un brazo con otra Muramasa. Para redondear la faena, una Muramasa había sido también el arma elegida por su primogénito y heredero, Nobuyasu, para hacerse el seppuku. Un seppuku, por cierto, ordenado por el propio Ieyasu, su padre.

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Nobuyasu era el primogénito y heredero de Ieyasu, hasta que una Muramasa se cruzó en su camino

Corría el año 1579, y por aquellos tiempos Ieyasu aún utilizaba el apellido Matsudaira. Poco podía imaginarse que, 20 años después, sería el dueño absoluto de Japón. En aquel momento, de hecho, quien tenía todos los visos de convertirse en el amo y señor del imperio era su poderoso aliado Oda Nobunaga, que estaba muy cerca de completar la unificación del país bajo su égida. De no ser porque el ataque a traición de Honnoji cortó en seco su carrera hacia la cima, probablemente lo habría conseguido, y tal vez ahora hablaríamos de un shogunato Oda en vez del shogunato Tokugawa. Pero eso ya es historia ficción. Teóricamente, la relación entre Nobunaga e Ieyasu era de aliados, pero en la práctica no estaban exactamente en pie de igualdad; Ieyasu era más bien un subordinado. El fuerte era el clan Oda y los Matsudaira (futuros Tokugawa), si bien no llegaban a ser sus vasallos, estaban supeditados a ellos. En todo caso, la alianza había resultado más que provechosa para ambas partes: Nobunaga había conquistado medio país e Ieyasu había pasado de ser el joven señor de una familia insignificante a convertirse en un daimyo relativamente poderoso.

Pero los lazos entre ambos clanes amenazaron con quebrarse cuando el hijo y la esposa de Ieyasu empezaron a conspirar con el enemigo, nada menos que el clan Takeda. Matsudaira Nobuyasu (1559-1579) era el primogénito y heredero de Ieyasu, nacido de su matrimonio con su esposa oficial, la dama Tsukiyama Gozen. A sus 20 primaveras, el chaval era un mozo gallardo y resuelto, excelente guerrero y mejor general. La verdadera encarnación de Marishiten, deidad budista de la guerra, como solía llamarle su padre. Pero ¡ay!, las malas lenguas dicen que se pasaba de aguerrido, porque cuando se enfadaba (cosa que sucedía bastante a menudo) solía pasar a cuchillo a todo el que se le cruzara delante, especialmente a las damas del servicio. Con semejante carácter, no era lo que se dice popular entre los vasallos de su casa.

Tragedia griega… a la japonesa

Nobuyasu estaba casado con una hija de Nobunaga, siguiendo la costumbre habitual de sellar las alianzas entre los clanes a base de enlaces matrimoniales. De esa unión, de momento, solo habían nacido dos niñas, y la falta de herederos varones fue el material perfecto para que la madre del mozo, Tsukiyama Gozen, fuera tejiendo la tela de sus intrigas. La esposa de Ieyasu era de origen Imagawa y, como tal, odiaba a muerte a los Oda, que habían hundido a su clan en la miseria. No debía de gustarle un pelo la entente cordial de Ieyasu y Nobunaga, y mucho menos tener que ver a su churumbel casado con la hija de su peor enemigo.

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La intrigante Tsukiyama Gozen, primera esposa de Ieyasu y una de las femmes fatales por excelencia de la historia de Japón

No sabemos si con la connivencia de Nobuyasu o sin ella, Tsukiyama Gozen empezó a intercambiar correspondencia con el clan Takeda. A la sazón, enemigos jurados tanto de Nobunaga como de Ieyasu. Su idea era mandar a la hija de Nobunaga a hacer gárgaras y casar a Nobuyasu, heredero del clan Tokugawa, con una hija de Takeda Katsuyori, líder de los Takeda. Semejante plan no podía acabar bien, pero la señora siguió adelante con sus tejemanejes. Hasta que, un mal día, se descubrió el pastel: una criada encontró por azar, ocultas en un arcón, una serie de cartas donde se recogían con pelos y señales los tratos de la dama Tsukiyama con los Takeda. La criada se las hizo llegar a la esposa de Nobuyasu (hija de Nobunaga, recordemos) y la moza, tal vez por piedad filial o acaso en un arranque de celos al ver que su marido planeaba cambiarla alegremente por otra, puso las pruebas del delito en manos de su padre. La intrigante señora se había caído con todo el equipo.

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Muramasa también forjó lanzas, como la famosa Tonbokiri

Como era de esperar, Nobunaga no se quedó callado. La esposa y el heredero de su mayor aliado no solo estaban ninguneando descaradamente a su niña, sino que conspiraban abiertamente contra los intereses del clan Oda. Nobunaga había mandado a la picota a familias enteras por mucho menos que eso. Le faltó tiempo para ponerse en contacto con Ieyasu, pero no para pedirle explicaciones, sino para exigir directamente la cabeza de ambos conspiradores, madre e hijo.

Ieyasu, que no tenía ni idea de todas estas maquinaciones, debió de quedarse blanco cuando le llegó la noticia. Sabía mejor que nadie que su socio Nobunaga no se andaba con chiquitas. Si no se andaba con tiento, podía borrarle del mapa a él y a todo el clan Tokugawa. Ante semejante encrucijada, cabían varias opciones. Una era, por supuesto, obedecer sin rechistar. Pero también cabía dialogar y tratar de llegar a algún tipo de solución de compromiso. O plantarse y solucionar las cosas en el campo de batalla, a espadazo limpio. Quién sabe, con el apoyo de los Takeda tal vez podría salir bien librado del entuerto. Un samurái de sangre más caliente tal vez hubiera optado esto último, pero Ieyasu era un tipo poco dado a sentimentalismos.

Tenía que elegir entre su alianza con Nobunaga o las vidas de su esposa y su de heredero. Y, sin pensárselo mucho, eligió lo primero. La dama Tsukiyama tenía fama (dicen que merecida) de adúltera y traicionera, y acaso aquel turbio asunto fuera una buena oportunidad para quitársela por fin de encima. Nada más leer la misiva de Nobunaga, Ieyasu ordenó al punto que la ejecutaran. Un problema menos. Con su primogénito fue un poco menos expeditivo; se limitó a ponerlo a buen recaudo en el lejano castillo de Futamata, en espera de que amainara el temporal. La clásica táctica de Ieyasu, tratar de ganar tiempo.

Pero las iras de Nobunaga no se aplacaban fácilmente. Había pedido la cabeza del joven Nobuyasu, y no se contentaría con menos. Visto el percal, Ieyasu no se hizo más de rogar. Si el complot se había destapado a finales de agosto, en septiembre mandó orden a su hijo de que se hiciera el seppuku. Y la espada con la que dio el golpe fatal fue, cómo no, una Muramasa. Otra vez una maldita Muramasa. Cuando regresaron con la cabeza del joven Nobuyasu, todos vasallos del clan Tokugawa estaban deshechos en lágrimas. Recios guerreros, curtidos en mil batallas, llorando a moco tendido. Pero, según cuentan las crónicas, Ieyasu apenas pestañeó.

De espadas malditas a espadas prohibidas

En el Japón feudal, que un padre ordenara la muerte de su hijo no era cosa que se viera todos los días, pero tampoco era algo impensable dentro una familia samurái. Y más en la de Ieyasu, un tipo con una sangre tan fría que rozaba el cero absoluto. Pero, por muy despiadadas que fueran las costumbres de la época, para ser capaz de mandar al otro barrio a tu esposa y a tu propio heredero sin que te tiemble el pulso hay que estar hecho de una pasta diferente a la del resto de los mortales. A la hora de dejarse los escrúpulos guardados en el cajón, Ieyasu era único.

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Con maldición de Muramasa o sin ella, Ieyasu viviría lo bastante para alzarse con el poder absoluto en Japón

En todo caso, aquella fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Ieyasu ya había tenido bastante de Muramasas. Al recibir la noticia del suicidio de su hijo Nobuyasu, el señor de los Tokugawa decidió prohibir la tenencia de estas espadas en sus dominios. En su ya clásica biografía, A.L. Sadler nos cuenta lo que les dijo a sus vasallos:

«¡Cuán ominoso! Fue con una hoja de Muramasa que Abe Yashichi asesinó a mi abuelo Kiyoyasu. Cuando era niño, en Suruga, yo mismo me corté una vez con una espada por accidente, y era una Muramasa también. Y ahora mi hijo ha caído por el filo de otra de ellas. Las espadas de Muramasa atraen la desgracia a nuestra familia. Si alguno de vosotros posee alguna, será mejor que se deshaga de ella.»

Al convertirse Ieyasu en shogun unos años después, esta prohibición se hizo de facto extensiva a todo el país. Y, de rebote, poseer una Muramasa se convirtió en un símbolo de desafío al poder de los Tokugawa. Una manera sutil de oponerse al gobierno de Edo. Durante los 250 años que duró el shogunato, las obras de Muramasa fueron piezas muy cotizadas entre los enemigos de los Tokugawa. Lejos de ser destruidas, fueron debidamente ocultadas para no incurrir en las iras del shogunato. O bien se borró la firma de su autor o bien se alteró para dar el pego. Porque las katanas, como obras de arte que son, suelen ir firmadas. Otras veces el propietario las donaba a algún templo o santuario para ponerlas fuera de la circulación. Entre unas cosas y otras, acabó surgiendo un auténtico mercado negro para traficar con ellas en la sombra, y tampoco faltaron las falsificaciones.

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Ejemplo de cómo se disimulaba un puñal dentro de un abanico

Sin ir más lejos, aún en los albores de la era Edo, Sanada Yukimura lució desafiante en su cinto un tanto de Muramasa durante los Sitios de Osaka, en las mismas narices de las huestes Tokugawa. Siglos más tarde, en los tiempos del Bakumatsu, los cabecillas de la conspiración anti-shogunato tenían a gala llevar siempre encima espadas o puñales de Muramasa. En el caso de Saigo Takamori, lo llevaba disimulado dentro de un abanico de guerra. Un opositor con estilo, el bueno de Saigo.

A lo largo de todo el período Tokugawa no fueron pocas las noticias sobre matanzas y escabechinas varias cometidas a golpe de Muramasa. Como siempre, hay que ver estas historias con la máxima cautela, pero no dejan de ser parte del folklore de la época. Ni que decir tiene que, hoy en día, las katanas de Muramasa siguen teniendo un sitio de honor en la cultura popular japonesa. Tampoco faltan sus cameos en videojuegos, mangas y animes del más diverso pelaje. Incluso en versión maromo robacorazones, como parece estar de moda últimamente.

En realidad, leyendas urbanas aparte, el aura de malditismo de las Muramasa tiene mucho de mito. Casi todo son habladurías surgidas ya entrada la era Edo, lustros después de que Ieyasu hubiera muerto. Pero, como dice el refrán, cuando el río suena agua lleva. Con leyenda negra o sin ella, mejor dejarse de bromas cuando hay por medio una katana de Muramasa. Por lo que pueda pasar.

Fuentes e imágenes

  • Cabezas, A. (1995); El Siglo Ibérico de Japón; CEA Universidad de Valladolid
  • Sadler, AL. (1937); Shogun: The Life of Tokugawa Ieyasu; Tuttle Classics
  • Sesko, M. (2012); Legends and Stories Around the Japanese Sword 2; Lulu Enterprises

 

 

 

11 comentarios sobre “Las espadas malditas de Muramasa

  1. En la novela «Shogún» el gran Yoshi Toranaga solo le teme a una cosa…la espada Muramasa que porta su aliado Kasigi Yabú, espada que ha matado a parte de su familia, incluso según una profecía él mismo morirá por una espada de ese tipo.
    Siendo ficcion la novela refleja perfectamente ese «desencuentro» entre la familia Tokugawa (los Toranaga de la novela) y las hojas Muramasa. Y la solucion al problema en la novela es genial ¿no crees?
    Un saludo

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    1. ¡Gracias por el apunte! Las menciones a Shogun, de James Clavell, siempre son más que bienvenidas en este blog, ja ja. Clavell hace un trabajo magnífico al retrarar ese auténtico juego de tronos que sucede al morir el Taiko, en las vísperas de Sekigahara. Pero, si te digo la verdad, no recuerdo qué pasaba al final con la Muramasa de Yabú. Sí me acuerdo de cómo terminaba el propio Yabú, pero su espada siempre me la confundo con la «Aceitera» que, si no me equivoco, acaba llevando Anjin san al cinto.

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  2. Es correcto, la Aceitera termina siendo la espada de Anjin San. Yabú sabe del temor que siente Toranaga por los sables Muramasa, o mejor dicho, por SU sable Muramasa. Por eso cuando se convierte en su vasallo como muestra de fidelidad la arroja al mar, como demostración de que de su parte no vendría ningun peligro para Toranaga.

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